¿Qué sentido tiene el sufrimiento?

miércoles, 20 de enero de 2010
Posted by P.F.

Podemos hallarles sentido a los chascos y tristezas que nos depara la vida? ¿Podemos responder de una manera valiente y creativa ante nuestras pérdidas? A veces la respuesta es clara y a veces no lo es.1

Hace años, el presidente de una compañía para la cual yo trabajaba, me prometió un cargo que era mejor que cualquier cosa que yo hubiera esperado. Pero cuando llegó su carta oficial varias semanas más tarde, decía que las cosas habían cambiado y que en cambio se me asignaría otro lugar. Me chasqueé amargamente. Me preguntaba por qué Dios me había decepcionado así. Sin embargo, pocos meses después, comprendí que mi nueva situación era mejor que lo que yo había esperado. Lo que parecía ser un revés se convirtió en una bendición, y me sentí agradecido por la manera en que Dios había dirigido mi vida. Experiencias como ésta respaldan la convicción de que hay un propósito detrás de las aparentes tragedias que nos sobrevienen. Como dice Pablo, “todas las cosas les ayudan a bien” (Romanos 8:28).*

Por otra parte, hay casos de sufrimiento que resisten este patrón tranquilizador. Por ejemplo, durante los últimos tres años un amigo mío de tiempos estudiantiles perdió a su hijo en un accidente de aviación, la hija de otro amigo fue asesinada brutalmente, una colega de enseñanza murió de cáncer dejando a su esposo con dos niños pequeños, y un adolescente a quien conozco quedó parapléjico cuando un accidente de automóvil le quebró la nuca. Podemos ver la mano de Dios en los chascos menores de la vida, ¿pero qué diremos del sufrimiento incalculable, o de “los males horrendos”, como los llama un escritor? En casos como estos, la pérdida es catastrófica; excede a cualquier bien posible que podría derivarse de ellos. Por lo tanto, ¿dónde está Dios cuando la adversidad realmente causa dolor? ¿Por qué no nos protege de daños y nos libra del mal?

La pregunta es tan antigua como el tiempo y tan actual como los titulares del periódico de esta mañana. Nada es más penetrante que el sufrimiento. Tarde o temprano le llega a todos, y siempre plantea preguntas perturbadoras. En su éxito de librería sobre el tema, el rabino Harold Kushner afirma: “Hay una sola pregunta que realmente interesa: ¿Por qué les ocurren cosas malas a los buenos? Toda otra disquisición teológica es un desvío intelectual”.2

Es un hecho curioso que el sufrimiento parece tomarnos por sorpresa. Nada es más obvio que el hecho de que todos sufren. Sin embargo, nada parece más incomprensible que nuestro propio sufrimiento. El escritor William Saroyan dijo supuestamente: “Sabía que todos mueren. Sin embargo en mi caso pensé que habría una excepción”. La sobria realidad es que no hay excepciones. Ni para la gente buena. Ni aun para los cristianos. Tarde o temprano todos tenemos que sufrir.

Y la gente reacciona ante el sufrimiento en formas sorprendentemente diferentes. Para algunos, el sufrimiento es un desafío tremendo para la fe. Para los filósofos, el sufrimiento es la mayor dificultad que tiene que enfrentar la religión. Alguien dice que es el único argumento ateísta que merece ser considerado seriamente. Otro dice que el sufrimiento inmerecido es un obstáculo para la fe, mayor que todas las objeciones teóricas puestas juntas que jamás se hayan ideado. El sufrimiento inmerecido es la “roca sobre la cual descansa el ateísmo”. Al mismo tiempo, a veces el sufrimiento tiene un efecto positivo sobre la creencia religiosa. Muchos descubren que se acercan a Dios cuando sufren. Alguien que pasó durante seis años trabajando en un hospicio dijo que nadie muere como ateo. Todas los que conoció hicieron las paces con Dios en sus últimos momentos.

La majestad de Dios y la realidad de la vida

El sufrimiento es un problema particular para nosotros los cristianos debido a nuestra creencia en Dios. ¿Qué actitud tendremos ante la discrepancia aparente entre la majestad de Dios y las realidades de la vida? Si Dios es supremamente poderoso y supremamente bueno, ¿por qué todo el mundo sufre? Un Ser perfecto podría crear cualquier clase de mundo que desease. Si existiera un ser tal, ¿no eliminaría el sufrimiento, o lo prevendría, o al menos lo limitaría?

Históricamente, la gente ha respondido a este problema de dos maneras principales. Una, es la de trasladar el sufrimiento fuera de la voluntad de Dios, sostener que Dios no es responsable del sufrimiento. La versión más popular de este enfoque apela al libre albedrío. Dios dotó a sus criaturas con la capacidad de obedecer o desobedecer. Ellas desobedecieron y ahora el mundo sufre las consecuencias. Por lo tanto, es la rebelión de las criaturas lo que en última instancia da razón de las tristezas del mundo. Dios no las causó o las quiso. Nunca fue el plan de Dios que sufriéramos.

La respuesta contrastante es colocar el sufrimiento dentro de la voluntad de Dios. Las cosas pueden estar aparentemente fuera de control, sostiene esta línea de pensamiento, pero no obstante Dios está completamente a cargo de la situación, y todo lo que ocurre tiene su lugar en su plan. Quizás no comprendamos por qué Dios hace lo que hace, pero podemos tener la seguridad de que todo es para bien. Todo aquello por lo que pasamos, aun los capítulos más oscuros de nuestra vida, es precisamente lo que necesitamos. A su debido tiempo, veremos que el camino de Dios es perfecto.

Cada respuesta suscita preguntas, y cada réplica levanta aun más preguntas en un ciclo interminable de punto y contrapunto filosófico. Tales discusiones cumplen un propósito, pero su valor para ayudarnos cuando enfrentamos nuestro propio sufrimiento es limitado. Cada teoría filosófica naufraga en los bajíos del sufrimiento humano concreto. Como lo vio Dostoievsky, todas las teorías del mundo se desmoronan ante la miseria de un solo sufriente. En Los Hermanos Karamazov, el escéptico Iván le arroja este desafío a su hermano Aloysha, un alma tierna que se ha convertido en un monje novicio: “Imagínate que estás construyendo el edificio del destino humano con el objeto de hacer feliz a la gente en la etapa final de su vida, de darles paz y descanso al final, pero para ello debes inevitable e ineludiblemente torturar tan sólo a una pequeña criatura, —levantar [el universo] sobre el fundamento de sus lágrimas no correspondidas—; ¿estarías de acuerdo en ser el arquitecto sobre tales condiciones? Dime la verdad”. Después de una larga pausa, Aloysha dijo finalmente: “No, no estaría de acuerdo”.3 Y tampoco nosotros lo estaríamos. Ninguna explicación hace que el sufrimiento sea inteligible.

En realidad, hay ocasiones en que la religión empeora las cosas. Los creyentes tienen todo tipo de preguntas de por qué yo, y por qué Dios. Se preguntan qué ha ido mal. Los incrédulos tienen menos expectativas, de modo que están menos inclinados a sentir que la vida los ha chasqueado.

Cuando no estamos obteniendo buenas respuestas a nuestras preguntas, el problema no siempre radica en las respuestas. Puede hallarse en las preguntas que formulamos. El sufrimiento no es meramente un acertijo teológico y filosófico. Es el mayor desafío que una persona tiene que enfrentar. Y a menos que encontremos una manera de enfrentarlo a un nivel personal, nuestras teorías sobre el sufrimiento no valdrán de mucho.

La historia cristiana

La cruz y la resurrección de Jesús constituyen el centro de la historia cristiana, y son básicas para una respuesta cristiana al sufrimiento. De acuerdo con los Evangelios, Jesús se acercó a la cruz con temor y aprehensión. La noche anterior a la crucifixión, oró fervientemente para que Dios lo librase de tomar la amarga copa que le aguardaba. De cualquier modo tuvo que soportar la cruz, y su clamor de desolación: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, revela la angustia que extinguió su vida. Con su resurrección, por supuesto, Jesús quebrantó el poder de la muerte, anuló la condenación de la cruz y se reunificó con el Padre.

La cruz señala la inevitabilidad del sufrimiento en este mundo. Jesús no evitó el sufrimiento. Tampoco nosotros podemos hacerlo. La angustia de Jesús también confirma nuestra intuición básica de que el sufrimiento es algo que está mal. Hay una trágica anormalidad en nuestra existencia. Sabemos que somos susceptibles al sufrimiento y a la muerte; también sentimos que no fuimos hechos para experimentarlos.

La cruz indica además el hecho de que Jesús se solidariza con nuestros sufrimientos. Nos recuerda que nunca estamos solos, no importa cuán oscura y opresiva pueda ser nuestra situación. Debido a que Jesús soportó la cruz, nada puede ocurrirnos por lo que él no haya pasado —dolor físico y penurias, separación de la familia y los amigos, pérdida de bienes materiales y de la reputación, la animosidad de aquellos a quienes tratamos de ayudar, incluso el aislamiento espiritual—. El lo conoció todo.

Si la cruz nos recuerda que el sufrimiento es inevitable, la resurrección nos asegura que el sufrimiento nunca tiene la última palabra. Jesús no pudo evitar la cruz a causa de su consagración a la misión de rescatar a la humanidad, pero no fue aprisionado por ella. La tumba vacía es nuestra garantía de que el sufrimiento es temporario. Desde la perspectiva de la esperanza cristiana, vendrá el tiempo cuando el sufrimiento será un asunto del pasado.

La cruz y la resurrección son inseparables. Sin la resurrección, la cruz sería el último capítulo triste de una vida noble. La muerte de Jesús meramente ilustraría el hecho sombrío de que a menudo los buenos mueren jóvenes, con sus sueños rotos y sus esperanzas frustradas. Sin embargo, a la luz de la resurrección, la cruz es una gran victoria, el acto central de la respuesta de Dios al problema del sufrimiento. Por lo tanto, la resurrección transforma la cruz. Transforma la tragedia en un triunfo.

Inversamente, la resurrección necesita de la cruz. Vista ella sola, la resurrección parece ofrecer una salida fácil de los rigores de este mundo. Nos conduciría a buscar un rodeo para evitar las dificultades de la vida. Si Dios tiene el poder de resucitar a los muertos, seguramente podría aislarnos respecto al dolor y la tristeza y evitarnos el sufrimiento. Pero antes de la resurrección viene la cruz. Y esto nos obliga a reconocer que a menudo Dios nos conduce a través de peligros, en vez de guiarnos en torno a ellos. El no promete elevarnos dramática y milagrosamente para que estemos libres de peligros. Así como Jesús tuvo que llevar su cruz, de la misma manera sus seguidores tendrán que llevar la suya (ver Mateo 16:24). Su promesa de estar con nosotros en nuestros sufrimientos también demanda que estemos con él en sus sufrimientos.

Enfrentando con franqueza el sufrimiento

El hacer del sufrimiento de Jesús el centro de nuestra respuesta al sufrimiento nos conduce a varias conclusiones importantes. Nos recuerda que el sufrimiento es real y que no formaba parte del plan original de Dios. El sufrimiento es la pérdida de las cosas buenas. A veces es el resultado de nuestras propias elecciones. Nuestra respuesta instintiva al sufrimiento es: “Oh, no. Esto no está bien. ¡No se supone que esto me ocurra a mí!” Debiéramos afirmar este sentimiento: No hemos nacido para sufrir.

Esta percepción excluye algunas de las cosas familiares que la gente les dice a los que sufren: “En comparación con los problemas de otras personas, los tuyos no son tan malos”. “Tus dificultades tienen el mejor propósito. Algún día entenderás”. “Todo ocurre por una razón. Dios quiere enseñarte una lección importante”.

Es verdad que a veces las cosas resultan para bien, pero otras veces no es así. A veces son malas y continúan siendo de esa manera. El libro de Salmos expresa plenamente las profundidades de la aflicción humana. En realidad, más de la mitad de los Salmos tienen que ver con “el paisaje helado del corazón”, como lo expresa un escritor.

El historiador eclesiástico Martin Marty describe cómo perdió a su esposa por el cáncer después de casi treinta años de matrimonio. Durante los meses de su hospitalización final, se turnaban leyendo un salmo a la hora de la medicación que tenía lugar a la medianoche. El leía los salmos pares y ella, los impares.

“Pero después del ataque de un día particularmente miserable que demolió su cuerpo y mi propia alma —escribe él—, no me sentía con ánimo de leer un salmo particularmente sombrío, de modo que lo pasé por alto.

—¿Qué pasó con el Salmo 88? —preguntó ella—. ¿Por qué te lo salteaste?

—No pensé que podrías aguantarlo esta noche. Ni yo estoy seguro de que yo podría. En realidad, estoy seguro que no podría.

—Por favor, léemelo —pidió ella.

—Está bien: Día y noche clamo delante de ti. Porque mi alma está hastiada de males. Me has puesto en el hoyo profundo, en tinieblas, en lugares profundos.

—Gracias —dijo ella—. Necesito sobre todo ese tipo de salmos.

Después de esa conversación, continuamos hablando lenta y calladamente —recuerda Marty—, en la desolación de la medianoche, pero en la calidez de la presencia mutua y estando conscientes de la Presencia. Concordamos en que a menudo los pasajes más severos eran la señal más fidedigna de la Presencia y llegaban en el peor momento. Cuando la vida se reduce a lo básico, por supuesto, uno anhela palabras de consuelo, dichos reconfortantes, las voces de esperanza preservadas en las páginas impresas. Pero sólo tienen sentido contra un fondo de palabras oscuras”.4

Las personas tienen el derecho a enfrentar abiertamente el sufrimiento. Necesitan saber que Dios conoce y comprende sus pruebas. En un libro escrito en respuesta a la pérdida de su hijo, el filósofo Nicholas Wolterstorff describe la lucha para “admitir” su dolor, que expresó así: “La práctica del Occidente moderno es negar el dolor de uno, superarlo, dejarlo atrás, seguir adelante con la vida, excluirlo de la mente, asegurarse de que no llega a ser parte de la identidad de uno”. Para ver su punto sólo tenemos que pensar en la manera fácil en que los periodistas hablan de “sanamiento” y “conclusión” apenas horas después de que ha ocurrido una tragedia terrible. “Mi lucha —decía Wolterstorff— era reconocer [mi dolor], hacerlo parte de mi identidad; si usted quiere saber quién soy yo, debe saber que soy aquel cuyo hijo murió”.5

Sufrimiento trascendente

Mientras es importante reconocer que el sufrimiento es real y que el sufrimiento está mal, es igualmente importante negarse a darle al sufrimiento la última palabra. El sufrimiento puede ser una parte ineludible de nuestra historia, pero no es toda nuestra historia. Podemos ser más grandes que nuestros sufrimientos.

La gente trasciende sus sufrimientos de diferentes maneras. Una es negándose valientemente a permitir que el sufrimiento la domine. Este es el punto central del libro bien conocido de Victor Frankl, Man’s Search for Meaning. Cuando se nos arrebatan todas las libertades, siempre permanece una, la libertad de elegir nuestra respuesta. Cuando no podemos cambiar nuestra situación, se nos desafía a transformarnos a nosotros mismos. Y por supuesto, cuanto mayor el desafío, mayor debe ser nuestro valor. No importa cuán desesperada sea nuestra situación, podemos superarla negándonos a permitir que la misma defina nuestra significación. Podemos ser más grandes que nuestros sufrimientos.

Esto requiere que el valor se apoye sobre la convicción de que el sufrimiento no reduce nuestro valor como seres humanos, lo que es sumamente importante que recordemos si dependemos del éxito para tener un sentido de significación personal. Cuando mi suegro fue sometido a una cirugía de derivación coronaria, una de sus quejas postoperatorias era el temor de no seguir siendo útil. Si no podía ser productivo, consideraba él, la vida no era digna de vivirse.

También trascendemos nuestros sufrimientos cuando comprendemos que no sufrimos solos. Dios está con nosotros en nuestros sufrimientos. De acuerdo con la fe cristiana, la historia de Jesús es la propia historia de Dios, y su gran clímax es la crucifixión, un momento de agonía y de aislamiento. Algunas personas creen que Cristo sufrió para que nosotros no tengamos que sufrir. Pero la cruz representa no sólo solidaridad sino también sustitución. Cristo no sólo sufre por nosotros; Cristo sufre con nosotros.

Desde la perspectiva cristiana, este es un testimonio de que Dios está con nosotros en nuestros sufrimientos, que todo lo que nos sucede le afecta a él. La epístola de Pablo a los Romanos contiene la resonante certeza de que nada puede separarnos del amor de Dios en Cristo Jesús. Ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni gobernantes, ni lo presente, ni lo porvenir, ni potestades, ni lo alto, ni lo bajo, ni ninguna otra cosa en toda la creación, nada puede separarnos de él (Romanos 8:35-39).

Ninguna de estas cosas pueden separarnos de Dios, no sólo porque él estará con nosotros cuando terminen, sino porque él está con nosotros cuando ocurren. Como lo expresa el salmista: “No temeré peligro alguno, porque tú, Señor, estás conmigo” (Salmo 23:4, V. Popular).

La respuesta de la esperanza

El sufrimiento no tiene la última palabra para quienes confían en el futuro, por lo tanto una respuesta efectiva al sufrimiento debe incluir siempre la esperanza. Una manifestación de esperanza es el deseo poderoso de hacer que el sufrimiento sirva para un propósito digno, usar la tragedia para algún propósito bueno. Cuando Nicholas Green, un muchacho norteamericano, fue asesinado en un intento de robo en una supercarretera en Italia hace varios años, sus padres decidieron donar los órganos de su precioso hijo en beneficio de otros. Su decisión salvó varias vidas y transformó la actitud de la nación hacia la donación de órganos. Deseamos que nuestras pérdidas sirvan para algo. No podemos permitir que abran agujeros en la tela de la vida. De alguna manera debemos componerlas, aprender de ellas, crecer y sobreponernos a ellas. Y la fe cristiana respalda esta esperanza con la seguridad de que en todas las cosas Dios obra para bien (Romanos 8:28).

La esperanza cristiana también nos dirige a un futuro más allá de la muerte, a un tiempo cuando el sufrimiento será un asunto del pasado. Como Pablo la describe, la muerte es un enemigo, no es parte de lo que se planeó que existiese. Pero es un enemigo vencido, su poder ha sido quebrantado y algún día llegará a su fin (1 Corintios 15:26). La resurrección de Jesús es la promesa de Dios de que la muerte no tiene la última palabra. Nos asegura que el amor de Dios es suficientemente fuerte como para vencer la muerte y erradicar el sufrimiento.

Al relacionar todo esto recibimos una respuesta para nuestra pregunta inicial. Si preguntamos: ¿Cuál es el significado del sufrimiento?, no hay una respuesta, porque el sufrimiento en sí no tiene significado. Pero si preguntamos: ¿Podemos hallarle sentido al sufrimiento?, la respuesta es un resonante ¡Sí! Con fe en Dios, podemos encontrar sentido en el sufrimiento, a través del sufrimiento y a pesar del sufrimiento.

Richard Rice (Ph.D., University of Chicago Divinity School) es profesor de religión en la Universidad de Loma Linda. Ha escrito cuatro libros, incluyendo The Openness of God y Reign of God, y muchos artículos. Su dirección: Loma Linda University; Loma Linda, California 92350; E.U.A. E-mail: rrice@rel.llu.edu

Notas y referencias

* Todas las citas bíblicas de este artículo proceden de la Versión Reina-Valera, revisión de 1960, a no ser que se indique de otra manera.

1. Una versión inicial de este artículo apareció en el número de primavera de 1999 de Update, una publicación del Centro de Bioética Cristiana, Universidad de Loma Linda.

2. Harold Kushner: When Bad Things Happen to Good People (Nueva York: Schocken, 1981), p. 6.

3. Dostoievsky, Feodor M.: The Brothers Karamazov, libro 5, cap. 4, “Rebellion”.

4. Martin P. Marty: A Cry of Absence: Reflections for the Winter of the Heart, 2a. ed. (San Francisco: Harper SanFrancisco, 1993), pp. xi-xii.

5. Nicholas Wolterstorff: “The Grace That Shaped My Life”, en Philosophers Who Believe: The Spiritual Journeys of Eleven Leading Thinkers, ed. por Kelly James Clark (Downers Grove, Illinois: InterVarsity, 1993), pp. 273-275.

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