La más urgente necesidad del hombre

miércoles, 28 de abril de 2010
Posted by P.F.


EL HOMBRE estaba dotado originalmente de facultades nobles y de un entendimiento bien equilibrado. Era perfecto y estaba en armonía con Dios. Sus pensamientos eran puros, sus designios santos. Pero por la desobediencia, sus facultades se pervirtieron y el egoísmo sustituyó al amor. Su naturaleza se hizo tan débil por la transgresión, que le fue imposible, por su propia fuerza, resistir el poder del mal. Fue hecho cautivo por Satanás, y hubiera permanecido así para siempre si Dios no hubiese intervenido de una manera especial. El propósito del tentador era contrariar el plan que Dios había tenido al crear al hombre y llenar la tierra de miseria y desolación. Quería señalar todo este mal como el resultado de la obra de Dios al crear al hombre.

El hombre, en su estado de inocencia, gozaba de completa comunión con Aquel "en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia" (Colosenses 2: 3.) Mas después de su caída, no pudo encontrar gozo en la santidad y procuró ocultarse de la presencia de Dios. Y tal es aún la condición del corazón no renovado. No está en armonía con Dios, ni encuentra gozo en la comunión con él. El pecador no podría ser feliz en la presencia de Dios; le desagradaría 16 la compañía de los seres santos. Y si se le pudiese permitir entrar en el cielo, no hallaría alegría en aquel lugar. El espíritu de amor puro que reina allí donde responde cada corazón al corazón del Amor Infinito, no haría vibrar en su alma cuerda alguna de simpatía. Sus pensamientos, sus intereses, sus móviles, serían distintos de los que mueven a los moradores celestiales. Sería una nota discordante en la melodía del cielo. El cielo sería para él un lugar de tortura. Ansiaría ocultarse de la presencia de Aquel que es su luz y el centro de su gozo. No es un decreto arbitrario de parte de Dios el que excluye del cielo a los malvados: ellos mismos se han cerrado las puertas por su propia ineptitud para aquella compañía. La gloria de Dios sería para ellos un fuego consumidor. Desearían ser destruidos para esconderse del rostro de Aquel que murió por salvarlos.

Es imposible que escapemos por nosotros mismos del abismo del pecado en que estamos sumidos. Nuestro corazón es malo y no lo podemos cambiar. "¿Quién podrá sacar cosa limpia de inmunda? Ninguno" (Job 14: 4 )"Por cuanto el ánimo carnal es enemistad contra Dios; pues no está sujeto a la ley de Dios, ni a la verdad lo puede estar" (Romanos 8: 7). La educación, la cultura, el ejercicio de la voluntad, el esfuerzo humano todos tienen su propia esfera, pero para esto no tienen ningún poder. Pueden producir una corrección externa de la conducta, pero no pueden cambiar el corazón; no pueden purificar las fuentes de la vida. Debe haber un poder que obre en el interior, una vida nueva de lo alto,17 antes de que el hombre pueda convertirse del pecado a la santidad. Ese poder es Cristo. Solamente su gracia puede vivificar las facultades muertas del alma y atraerlas a Dios, a la santidad. El Salvador dijo: "A menos que el hombre naciere de nuevo", a menos que reciba un corazón nuevo, nuevos deseos, designios y móviles que lo guíen a una nueva vida, "no puede ver el reino de Dios" (S. Juan 3: 3).

La idea de que solamente es necesario desarrollar lo bueno que existe en el hombre por naturaleza, es un engaño fatal. "El hombre natural no recibe las cosas del Espíritu de Dios; porque le son insensatez; ni las puede conocer, por cuanto se disciernen espiritualmente" (1 Corintios 2: 14). "No te maravilles de que te dije: os es necesario nacer de nuevo" (S. Juan 3: 7.) De Cristo está escrito: "En él estaba la vida; y la vida era la luz de los hombres" (S. Juan 1: 4), el único "nombre debajo del cielo dado a los hombres, en el cual podamos ser salvos" (Hechos 4: 12).

No basta comprender la bondad amorosa de Dios, ni percibir la benevolencia y ternura paternal de su carácter. No basta discernir la sabiduría y justicia de su ley, ver que está fundada sobre el eterno principio del amor. El apóstol Pablo veía todo esto cuando exclamó: "Consiento en que la ley es buena", "la ley es santa, y el mandamiento, santo y justo y bueno". Mas él añadió en la amargura de su alma agonizante y desesperada: "Soy carnal, vendido bajo el poder del pecado" (Romanos 7: 12, 14). Ansiaba la pureza, la justicia que no podía alcanzar por sí mismo, y dijo: "¡Oh hombre infeliz que soy! ¿quién me libertará de este cuerpo de muerte?" (Romanos 7: 24).

La misma exclamación ha subido en todas partes y en todo tiempo, de corazones
sobrecargados. No hay más que una contestación para todos: "'¡He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!" (S. Juan 1: 29).

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