Nuestra felíz esperanza

jueves, 29 de abril de 2010
Posted by P.F.


Muchas son las figuras por las cuales el Espíritu de Dios ha procurado ilustrar esta verdad y hacerla clara a las almas que desean verse libres de la carga del pecado. Cuando Jacob pecó, engañando a Esaú, y huyó de la casa de su padre, estaba abrumado por el conocimiento de su culpa. Solo y abandonado como estaba, separado de todo lo que le hacía preciosa la vida, el único pensamiento que sobre todos los otros oprimía su alma, era el temor de que su pecado lo hubiese apartado de Dios, que fuese abandonado del cielo. En medio de su tristeza, se recostó para descansar sobre la tierra desnuda. Rodeábanlo solamente las solitarias montañas, y cubríalo la bóveda celeste con su manto de estrellas. Habiéndose dormido, una luz extraordinaria se le apareció en su sueño; y he aquí, de la llanura donde estaba recostado, una inmensa escalera simbólica parecía conducir a lo alto, hasta las mismas puertas del cielo, y los ángeles de Dios subían y descendían por ella; al paso que de la gloria de las alturas se oyó la voz divina que pronunciaba un mensaje de consuelo y esperanza. Así hizo Dios conocer a Jacob aquello que satisfacía la necesidad y el ansia de su alma: un Salvador. Con gozo y gratitud vio revelado un camino por el cual él, como pecador, podía ser restaurado a la comunión con Dios. La mística escalera de su sueño representaba a Jesús, el único medio de comunicación entre Dios y el hombre.

Esta es la misma figura a la cual Cristo se refirió en su conversación con Natanael, cuando dijo: "Veréis abierto el cielo, y a los ángeles de Dios subiendo y bajando sobre el Hijo del hombre" (S. Juan 1: 51). Al caer, el hombre se apartó de Dios: la tierra fue cortada del cielo. A través del abismo existente entre ambos no podía haber ninguna comunión. Mas mediante Cristo, el mundo está unido otra vez con el cielo. Con sus propios méritos, Cristo ha salvado el abismo que el pecado había hecho, de tal manera que los hombres pueden tener comunión con los ángeles ministradores. Cristo une al hombre caído, débil y miserable, con la Fuente del poder Infinito.
Mas vanos son los sueños de progreso de los hombres, vanos todos sus esfuerzos por elevar a la humanidad, si menosprecian la única fuente de esperanza y amparo para la raza caída. "Toda dádiva buena y todo don perfecto" (Santiago 1: 17) es de Dios. No hay verdadera excelencia de carácter fuera de él. Y el único camino para ir a Dios es Cristo, quien dice: "Yo soy el Camino, y la Verdad, y la Vida; nadie viene al Padre sino por mí". (S. Juan 14: 6)

El corazón de Dios suspira por sus hijos terrenales con un amor más fuerte que la muerte. Al dar a su Hijo nos ha vertido todo el cielo en un don. La vida, la muerte y la intercesión del Salvador, el ministerio de los ángeles, la imploración del Espíritu Santo, el Padre que obra sobre todo y por todo, el interés incesante de los seres celestiales: todos están empeñados en la redención del hombre.

¡Oh, contemplemos el sacrificio asombroso que ha sido hecho por nosotros! Procuremos apreciar el trabajo y la energía que el cielo está empleando para rescatar al perdido y traerlo de nuevo a la casa de su Padre. Jamás podrían haberse puesto en acción motivos más fuertes y energías más poderosas: los grandiosos galardones por el bien hacer, el goce del cielo, la compañía de los ángeles, la comunión y el amor de Dios y de su Hijo, la elevación y el acrecentamiento de todas nuestras facultades por las edades eternas, ¿no son éstos incentivos y estímulos poderosos que nos instan a dedicar a nuestro Creador y Salvador el amante servicio de nuestro corazón?
Y por otra parte, los juicios de Dios pronunciados contra el pecado, la retribución inevitable, la degradación de nuestro carácter y la destrucción final, se presentan en la Palabra de Dios para amonestarnos contra el servicio de Satanás.

¿No apreciaremos la misericordia de Dios? ¿Qué más podía hacer? Pongámonos en perfecta relación con Aquel que nos ha amado con estupendo amor. Aprovechemos los medios que nos han sido provistos para que seamos transformados conforme a su semejanza y restituidos a la comunión de los ángeles ministradores, a la armonía y comunión del Padre y el Hijo.

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