Un Poder Misterioso que Convence

viernes, 14 de mayo de 2010
Posted by P.F.


¿COMO se justificará el hombre con Dios? ¿Cómo se hará justo el pecador? Solamente por intermedio de Cristo podemos ponernos en armonía con Dios y la santidad; pero, ¿cómo debemos ir a Cristo? Muchos formulan la misma pregunta que hicieron las multitudes el día de Pentecostés, cuando, convencidas de su pecado, exclamaron: "¿Qué haremos?" La primera palabra de contestación de Pedro fue: "Arrepentíos". Poco después, en otra ocasión, dijo: "Arrepentíos pues, y volveos a Dios; para que sean borrados vuestros pecados" (Hechos 2: 38; 3: 19). El arrepentimiento comprende tristeza por el pecado y abandono del mismo. No renunciaremos al pecado a menos que veamos su pecaminosidad; mientras no lo repudiemos de corazón, no habrá cambio real en la vida.

Hay muchos que no entienden la naturaleza verdadera del arrepentimiento. Gran número de personas se entristecen por haber pecado y aun se reforman exteriormente, porque temen que su mala vida les acarree sufrimientos. Pero esto no es arrepentimiento en el sentido bíblico. Lamentan la pena más bien que el pecado. Tal fue el dolor de Esaú cuando vio que había perdido su primogenitura para siempre. Balaam, aterrorizado por el ángel que estaba en su camino con la espada desnuda, reconoció su culpa 22 por temor de perder la vida; mas no experimentó un arrepentimiento sincero del pecado, ni un cambio de propósito, ni aborrecimiento del mal. Judas Iscariote, después de traicionar a su Señor, exclamó: "¡He pecado, entregando la sangre inocente!" (S. Mateo 27: 4).

Esta confesión fue arrancada a la fuerza de su alma culpable por un tremendo sentido de condenación y una pavorosa expectación de juicio. Las consecuencias que habían de resultarle lo llenaban de terror, pero no experimentó profundo quebrantamiento de corazón, ni dolor de alma por haber traicionado al Hijo inmaculado de Dios y negado al santo de Israel. Cuando Faraón sufría los juicios de Dios, reconoció su pecado a fin de escapar del castigo, pero volvió a desafiar al cielo tan pronto como cesaron las plagas. Todos éstos lamentaban los resultados del pecado, pero no sentían tristeza por el pecado mismo.

Mas cuando el corazón cede a la influencia del Espíritu de Dios, la conciencia se vivifica y el pecador discierne algo de la profundidad y santidad de la sagrada ley de Dios, fundamento de su gobierno en los cielos y en la tierra. "La Luz verdadera, que alumbra a todo hombre que viene a este mundo" (S. Juan 1: 9), ilumina las cámaras secretas del alma y se manifiestan las cosas ocultas. La convicción se posesiona de la mente y del corazón. El pecador tiene entonces conciencia de la justicia de Jehová y siente terror de aparecer en su iniquidad e impureza delante del que escudriña los corazones. Ve el amor de Dios, la belleza de la santidad y el gozo de la pureza. Ansía ser purificado y restituido a la comunión del cielo.

La oración de David después de su caída es una ilustración de la naturaleza del verdadero dolor por el pecado. Su arrepentimiento era sincero y profundo. No hizo ningún esfuerzo por atenuar su crimen; ningún deseo de escapar del juicio que lo amenazaba inspiró su oración. David veía la enormidad de su transgresión; veía las manchas de su alma; aborrecía su pecado. No imploraba solamente el perdón, sino también la pureza del corazón. Deseaba tener el gozo de la santidad -ser restituido a la armonía y comunión con Dios. Este era el lenguaje de su alma:

"¡Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada, y cubierto su pecado!
¡Bienaventurado el hombre a quien Jehová no atribuye la iniquidad, cuyo espíritu no hay engaño! (Salmo 32: 1, 2)

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